domingo, 20 de junio de 2010

Espectáculo de la negación y negación del espectáculo

Walter Benjamin ante la contracultura

por Luis Navarro

Texto escrito en 1996 y publicado en JOSÉ VIDAL (ed.): Reflexiones sobre arte y estética. En torno a Marx, Nietzsche y Freud, Madrid, Fundación de Investigaciones Marxistas, 1998.

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La construcción de la vida se halla, en estos momentos, mucho más dominada por hechos que por convicciones. Y por un tipo de hechos que casi nunca, y en ningún lugar han llegado nunca a fundamentar convicciones. Bajo estas circunstancias una verdadera actividad literaria no puede pretender desarrollarse dentro del marco reservado a la literatura: esto es más bien la expresión habitual de su infructuosidad. Para ser significativa, la eficacia literaria solo puede surgir del riguroso intercambio entre acción y escritura; ha de plasmar a través de octavillas, folletos, artículos de revista y carteles publicitarios, las modestas formas que se corresponden mejor con su influencia en el seno de las comunidades activas que el pretencioso gesto universal del libro. Sólo este lenguaje rápido y directo revela una eficacia operativa adecuada al momento actual. Las opiniones son al gigantesco aparato de la vida social lo que el aceite es a las máquinas. Nadie se coloca frente a una turbina y la inunda de lubricante. Se echan unas cuantas gotas en roblones y junturas ocultas que es preciso conocer. [Walter Benjamin (1924): «Gasolinera», en Dirección única]

El plagio es necesario. El progreso lo implica

El presente texto es una reelaboración de materiales presentados en junio de 1996 dentro del seminario Walter Benjamin y el lenguaje de las vanguardias, desarrollado en la FIM bajo dirección de Ana Lucas. A lo largo de este ciclo se expusieron diversos aspectos de la filosofía benjaminiana que permiten una adecuada comprensión del fenómeno de las vanguardias artísticas, tanto de cara a la determinación de su origen como al análisis de sus componentes, implicaciones políticas, líneas de desarrollo y derivaciones posibles. Muchas de las intuiciones que se exponen en él dependen por tanto de este contexto, lo que me parece necesario explicitar, porque son los contextos, sin duda, los que determinan primordialmente la forma final de las ideas y las hacen en última instancia comprensibles.

Lo que hemos llamado de un modo un poco alegre fenómeno de las vanguardias es una generalización que no se justifica más que a partir de la inmensa literatura que ha generado y que desde luego no pretende referir un avatar o flujo histórico unitarios. Su irrupción se inscribe en un proceso de fragmentación y descomposición de la cultura occidental al que no dejan de contribuir negando legitimidad a los mecanismos de integración. Por otro lado, habría que cuestionar en qué medida se corresponde la "materialización" de las vanguardias, como región visible de la cultura, con el enunciado de su proyecto, siquiera sea al nivel de su existencia virtual, en tanto que actitud o tentativa, y si no tendríamos que hablar de una vanguardia real apegada al miserabilismo o ejercida desde el estrecho campo de sus determinaciones. Pero precisamente en tanto que tal actitud, más o menos ingenua o mistificada, manipulada o equívoca, alrededor de esta idea ha tomado cuerpo el catálogo de cuestiones más inquietantes acerca del futuro de la cultura y de las instituciones burguesas y las más refinadas elaboraciones del impulso utópico. Con más o menos intensidad, la «vanguardia como idea» ha retornado una y otra vez a lo largo del siglo xx, reelaborando sus orígenes y planteando siempre las mismas cuestiones, irreductible al concepto en su mutación constante hacia formulaciones más extremas, hasta constituirse en representación abstracta de todo movimiento, en su acepción mistificada, y en movimiento abstracto de la representación que se autoconsume, en su pretensión revolucionaria, antes de ser formulado.

Otro tanto podría decirse acerca del fenómeno contracultural, al que voy a referirme en este trabajo. Resulta difícil y polémico determinar el alcance del término contracultura, asociado a la efervescencia pop y la difusión del estilo de vida americano, pero que ha tenido desarrollos muy diferentes y ha sido objeto también de manipulaciones diversas. A pesar de que no pretendo excluir de mi análisis el uso mercantil de este concepto por parte de la industria cultural ni su expresión banal en la cultura de masas, mi punto de partida es precisamente uno de los motivos más primitivos de las vanguardias y más recurrentes en los intentos posteriores de revitalización: la formulación de un rechazo fundacional hacia la cultura occidental en bloque, como expresión radical de su crisis, y los programas consecuentes de disolución, superación, realización o muerte (del arte, de la historia, de la cultura bajo su imagen descarnada de expolio, barbarie y, por fin, espectáculo). Este rechazo maximalista, que se vertebra en Europa alrededor de Dadá y sus derivaciones, no es sino una formulación en negativo de la utopía afirmativa en condiciones de malestar extremo y de ausencia de otros recursos, menos derivada de una incapacidad objetiva de los miembros de Dadá que de una toma radical de conciencia de la circunstancias históricas en que desarrollaban su actividad. «Dadá quería ser más que cultura y quería ser menos; exactamente no sabía qué quería ser.»(1)

La ausencia de alternativas en un momento de descomposición y la imposibilidad de incentivarlas a partir de un territorio tan ocupado como el de la institución artística sumen al movimiento en un nihilismo autodestructivo, más propio de la formulación que la negación obtuvo en los movimientos juveniles postmodernos que de las luchas proletarias según programas históricos definidos. En realidad el término contiene su contradicción, aspecto que comparten las vanguardias más lúcidas, aquellas que han sabido pasar de largo.(2) Como el propio concepto de vanguardia, no se constituye de modo intuitivo, sino a partir de una abstracción que se experimenta de modo negativo, a cuya identificación y demarcación debe todo su contenido semántico. La contracultura no sólo no niega, sino que supone la cultura y no es nada sin ella. Al ser formulada, por otro lado, desaparece, como la propia vanguardia en su negación inherente, para constituirse en región separada de la cultura, de acuerdo con una ficción de margen geométricamente establecido, estático o móvil, según la complejidad de la teoría. O, con más fortuna aún, encuentra su lugar en la sección correspondiente de los grandes almacenes según una magia a la que el capital nos tiene acostumbrados. Quedo a salvo pues de la posibilidad de haber extrapolado un concepto en su realidad si digo que ya lo han hecho otros antes que yo, y que a lo que me aplico tanto aquí como en investigaciones más amplias es al examen de una realidad puramente lingüística cuya genealogía y constelaciones ideológicas merecen ser objeto de observación y crítica. Más aún, considero que su virtualidad destructiva y negadora, el referente material al que se aplica, la posibilidad de habitar mundos exteriores al concepto, espacios, tiempos y lenguajes no institucionalizados, quedan anulados desde el momento de su formulación en la ideología.


Reivindicar la órbita de la «contracultura» para un pensador como Walter Benjamin es tarea que cuenta con pocos puntos de apoyo textuales y puede causar perplejidad a quienes sepan de su actitud contemplativa y del componente tradicional de su pensamiento, más preocupado a veces en salvar los significados que en desestructurarlos. Alguien como Adorno interpretó toda su filosofía como si la «reconciliación con el mito» fuese su tema, y Hanna Arendt puso énfasis en el talante conservador y burgués que subyacía a su afición por coleccionar diversos objetos.(3) Tales enfoques no son la aproximación más adecuada a la complejidad de impulsos y de momentos que confluyen en la tensión del discurso benjaminiano, pero lo cierto es que tampoco los teóricos de la negación ni los artistas que la expresan le han reconocido excesivas deudas. No se puede hablar por tanto de recepción, penetración o influencia en sentido propio, ni de una relación causa/efecto entre un concepto y otro, y preferimos excluir de nuestro análisis cualquier otro tipo de «contacto material». A pesar de lo cual existe todavía una mediación en las vanguardias en la que ambos proyectan sus perfiles más apasionados y que permite filtrar algunas ideas.

Con frecuencia se ha calificado a Benjamin de visionario, a veces para reseñar su extraordinaria intuición, pero también para subrayar irónicamente sus incursiones teológicas. Lo que aquí me gustaría mostrar, sin ninguna pretensión mitificante, es que si las herramientas de interpretación benjaminianas exhiben una extraordinaria eficacia al aplicarse directamente sobre y «desde» el surrealismo, desde y sobre la modernidad y sus fenómenos extremos (4), no la pierden al aplicarse sobre constelaciones derivadas, que en cierto modo predice o prefigura. Más concretamente, presentaré algunos motivos del corpus benjaminiano como puntos vitales de inflexión que comunican la gran teoría revolucionaria del siglo XIX con la que creo ha de ser reconocida como la gran teoría subversiva del siglo XX, y que ese punto de inflexión es también sociológico, siendo la matriz de un nuevo modelo de movilización. El planteamiento tiene mucho más que ver con el «ensayo», al menos en un sentido etimológico, que con la «tesis», y con el rodeo teológico del «tratado» que con el canon científico de la «doctrina». A través de un juego relacional pretendo poner en contacto dos realidades separadas, más o menos alejadas en el horizonte simbólico del hombre moderno, lo suficientemente incomunicadas para que el hallazgo de correspondencias objetivas nos lleve a establecer simpatías, a sospechar canales invisibles de interacción o a admitir «resonancias», en el sentido en que, en la teoría benjaminiana del lenguaje, se utiliza este término para expresar la comunicación intermonádica y la fuerza evocativa del lenguaje.(5)

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Ya desde sus primeros escritos juveniles firmados con el seudónimo Ardor, Benjamin presentaba batalla a una organización rutinaria de la vida: «Nuestro combate en favor de la responsabilidad está siendo librado contra un ser enmascarado. La máscara de los adultos es la 'experiencia'. Es una máscara inexpresiva, impenetrable, siempre igual a sí misma», que «sólo mantiene relaciones con lo rutinario, con lo eternamente vuelto al pasado». En este escrito, Benjamin prefiguraba ya los valores negativos que contenía dicha experiencia de cara al compromiso vital de la juventud, haciéndose en aquel momento portavoz del impulso hacia delante de la modernidad, todavía inexpertamente proyectado sobre la idea: «[...] Si el sentido, la verdad, la bondad y la belleza se fundamentan en sí mismos, ¿para qué queremos la experiencia? Y aquí está la clave: como los adultos jamás elevan los ojos hacia la grandeza y la plenitud del sentido, su experiencia se convierte en el evangelio de los filisteos y les hace portavoces de la trivialidad de la vida. Los adultos no conciben que haya algo más allá de la experiencia; que existan valores -inexperimentables- a los que nosotros nos entregamos.»(6) A esa experiencia vuelta al pasado y siempre igual a sí misma, Benjamin opone en aquellos años anteriores a la guerra la búsqueda de experiencias propias e inéditas (7) con las que construir la propia identidad desde otros supuestos. Apenas tenía veinte años cuando publicó este escrito en una revista estudiantil cuyo título se deja traducir por el significativo nombre de El Comienzo. Benjamin no heredó el conflicto de clases de un modo directo, ni poseía todavía fundamentos teóricos marxistas, pero ya se manifiesta preso de una vena activista y transformadora de lo real, al punto de pretender una discontinuidad radical con el modo de existencia que venía arrastrando la burguesía, cuya alienación podía percibir desde dentro. En éste, como en otros escritos del joven Benjamín -La reforma escolar, un movimiento cultural (1912), La enseñanza de la moral (1913), La posición religiosa de la nueva juventud (1914), etc.(8)-, se reiteran los motivos de la crítica al orden cultural heredado y la consideración de la juventud como agente histórico del cambio: «Juventud, escuela renovada, cultura: este es el circulus egregius que hemos de recorrer una y otra vez en todas direcciones.»(9) Bien ubicada en su contexto histórico, esta consigna juvenil nos muestra, mucho más claramente que los injertos teológicos de su discurso, en qué medida la asimilación posterior del materialismo dialéctico fue para Benjamín un «desencuentro», y cómo éste se había hecho necesario para él. Sin embargo no me propongo señalar aquí las aristas inconciliables de este desencuentro, (10) sino aquellas otras que han permitido formulaciones enriquecidas de la crítica marxista o se han mostrado eficaces en el análisis de movimientos sociales efectivos.

Hay dos detalles que, precisamente por carecer de conexión con la teoría revolucionaria marxista en clave ortodoxa, han trascendido de diferentes formas tanto a los escritos posteriores de Benjamin como a algunas reformulaciones postmodernas de la movilización social. Me refiero a, por un lado, la consideración del ser «joven» como factor diferencial y la constitución de una identidad colectiva sobre esa base. No es nuestro deber descifrar por qué secretas vías podría conectar esta formulación de identidad, tan desligada de los movimientos sociales reales de su época, con la que años más tarde movilizará a millones de jóvenes a integrar un gran rechazo desarticulado, diverso y barroco contra la sociedad del consumo, y que tendrá su manifestación más emotiva en los sucesos de París, sino observar cómo dialogan ambos fenómenos desde su distancia histórica. Hay una diferencia cuantitativa: en aquellos años se trataba de un movimiento muy localizado, inspirado en las ideas de Gustav Wyneken, maestro de Benjamin, reformista y fundador a principios de siglo de la Comunidad Escolar Libre, que ejercía sobre él una gran influencia. Hay también una diferencia cualitativa que no conviene pasar de largo, y que constituye el segundo punto que me interesa retener de estos escritos: el pequeño movimiento que Wyneken fundó tenía como referente fundamental la vida escolar y encontraba en una educación renovada el modo de llevar a cabo sus inquietudes, planteándose la reforma de la enseñanza como objetivo previo a la transformación cultural que se demandaba, basada en la profundización en valores morales y religiosos.(11) Ni en su adhesión juvenil al idealismo, ni en sus más maduras simpatías por el marxismo, ni en la óptica romántica global de su pensamiento propone Benjamin sin embargo una superación global de la cultura en el sentido en que hablarían de ello Marcuse, algunos teóricos contraculturalistas como Paul Goodman (desde el utopismo) y Timothy Leary (desde la experiencia psicodélica), o movimientos europeos como el letrismo o la Internacional Situacionista, sino la transformación de la cultura existente a través de una revisión crítica de la misma.(12) Si el primero de estos enunciados cuestiona el protagonismo del proletariado en el cambio revolucionario, el segundo contradice el principio materialista según el cual no es la conciencia de los hombres la que determina la realidad, sino la realidad social la que determina su conciencia. (13)

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Wyneken «sostenía que el ser joven era algo en sí mismo y no el mero tránsito de la infancia a la edad adulta».(14) Esto supone un enfoque de la categoría de «juventud» que la desliga de sus connotaciones biológicas y atiende, en cambio, a factores de diferenciación social y cultural, como la ausencia de aplicación y compromiso en un proyecto decadente de vida, que hacen de la juventud el agente histórico del cambio. En la tradición hegeliana que Wyneken representaba esto significa que la juventud constituía con respecto a la cultura dada el momento dialéctico de la negación, de donde se derivaba para la juventud, que nunca había tenido ningún protagonismo en la constitución de la cultura, la responsabilidad de dinamitar la historia de acuerdo con las exigencias del Espíritu. Por ello mismo Benjamin veía en el hecho de ser joven no sólo una identidad diferencial, sino al depositario de los valores espirituales de la reforma futura.(15) En realidad se trata de un concepto de juventud no sólo desligado de su connotación biológica, sino de toda referencia material. Se trata de una idea, acaso de la Idea, Eros, según aparece formulada por un platonismo sin retocar, categorizada dentro del marco de las relaciones de enculturación (reproducción) y no de producción. La base material está ausente como lo estará en esa otra camorra de consumidores que advierte más tarde desplegarse ante los ojos de Proust. La llamada dialéctica a la juventud para la dinamización de la cultura no es entonces sino una llamada a filas de lo viviente para su sacrificio a principios formales y entelequias deshumanizadoras sobre la que no se ha practicado todavía la «inversión materialista de la dialéctica»(16), tal y como se reconoce todavía operante en círculos de extrema derecha cuando reclaman demagógicamente todo el poder para toda la juventud.(17) Es la misma ecuación de nihilismo e idealismo de la que el conformismo forma la resultante, y que a Benjamin ya no le resultó difícil reconocer. Las evoluciones perversas de esta idea en el «Movimiento de la juventud»(18) pudieron ser la enseñanza más aplicable que pudo extraer de su maestro y la «experiencia» fundacional que explica muchas de sus opciones teóricas: el análisis detallado de los procesos de mistificación en el fascismo, el de la posibilidad misma de esos procesos en la pérdida de rango del símbolo, la necesidad de aferrarse a algún fundamento material donde asentar su discurso (nunca más doctrina) y la petición casi angustiada de desconfianza que se superpone a partir de entonces al fervor pasional de sus escritos. Los dos motivos señalados, en los que Benjamin se distanciaba radicalmente del marxismo, nunca más serán enunciados explícitamente, pero no dejará sin embargo Benjamin de mirar hacia la infancia como a ese paraje de la imaginación y el sueño en que el tiempo no muestra su desgaste y que acoge nuestro futuro olvidado, ni de fundar en lo nuevo el permanente punto de fuga para una conciencia atrapada en el mito.

Lo que resulta sin embargo sorprendente es que medio siglo después, a medida que el proletariado se ha ido debilitando como fuerza histórica según ha ido accediendo a pequeños «espacios de propiedad» y «tiempos de ocio», de modo que la reclamación revolucionaria de nuevos modos de relación comunal y productiva ha derivado en solicitud de mejoras económicas y sociales adecuadas a los márgenes tolerables para el modo de producción capitalista, una masa de jóvenes y parados se constituya en nuevo sujeto histórico de insatisfacción y arrastre desde las universidades a los trabajadores, casi a remolque, a las barricadas y las ocupaciones. No se trata de un pequeño círculo de diletantes reformistas cruzando frases fogosas, sino de la revuelta que acaso Benjamin había soñado, incluso en toda la extensión de su fracaso. Isadore Isou, fundador del letrismo y del Frente Juvenil a los veinticuatro años, había formulado con bastante acierto pocos años antes la identidad de este nuevo «sujeto revolucionario» al reconocerlo en quien «sin importar su edad, aún no coincida con su función, que actúe y luche por obtener el ámbito de actividad que realmente desee, que luche por obtener una carrera en términos de una situación y una forma de trabajo distintas de las que han sido planeadas para él». (19) Pese a que la perspectiva idealista del primer Benjamin aparece aquí corregida por la referencia a las condiciones materiales de existencia, Isou seguía refutando el argumento biologicista con aquel otro irónico de que tampoco las categorías sociales al uso (proletariado, burguesía) eran menos efímeras, puesto que ambos morían. A pesar de ello seguían sosteniéndose demarcaciones muy definidas en el proceso formal de integración y la ilusión de pertenencia a una alteridad radical inexpresada que desde mucho antes venía constituyendo ya la «mitología» de la «contracultura».

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El contexto social en el que la revuelta de 1968 y los movimientos contestatarios que la prefiguraron se producen es el que favorece el capitalismo avanzado. En los países más desarrollados del planeta la juventud expresa una sensibilidad diferente y se agrupa en torno a causas que, si en algún momento implican transformaciones en la base material del sistema, lo hacen en nombre de una regeneración en el plano de las costumbres y de las relaciones humanas. Pese a que la figura del excluido seguía formando parte de la mitología de la revuelta, ésta no era tanto producto de la privación de recursos como de la propia «sociedad de consumo». Aunque la participación de los trabajadores en la misma fue bastante activa, para quienes habían preparado una auténtica revolución cultural y un proyecto de «vida auténtica» desde la ideología esta participación terminó revelándose como un lastre histórico. «Herederos de una tradición de izquierdas institucionalizada, los jóvenes radicales de Europa propenden a considerarse todavía como los campeones del "pueblo"», señala Roszak al analizar la realidad europea desde la óptica de la contracultura americana. «[...] De una manera automática, aplican textos del glorioso pasado para encontrar aliados: trabajadores, sindicatos, partidos de izquierda... pero pronto descubren que, sorprendentemente, las esperadas alianzas no se materializan y que permanecen solos y aislados, una vanguardia sin huestes que la sigan.»(20) Es esta contextualización la que permite a Roszak suscribir sin las matizaciones oportunas, desde una óptica tan sustancialista como la que exhibiera Marx respecto del movimiento obrero, la categoría de «contracultura» en tanto que «cultura tan radicalmente desafiliada o desafecta a los principios o valores fundamentales de nuestra sociedad, que a muchos no les parece siquiera una cultura, sino que va adquiriendo la alarmante apariencia de una invasión bárbara».(21) Él mismo parece contagiarse de su objeto de análisis así concebido, y como para acceder a protocolos de militante sin ceder en sus pretensiones de objetividad crítica subraya en otro lugar: «Sin embargo para nosotros, que aceptamos muy pocas cosas de las viejas categorías de análisis social [...], es una ventaja positiva poder abordar libres de preconcepciones ideológicas anticuadas lo que haya de nuevo en la política de papá.»(22) Es por eso también que Roszak elude meticulosamente referirse en ningún momento a Weber al reconocer en la tecnocracia, definida como “forma social en la cual una sociedad industrial alcanza la cumbre de su integración organizativa”,(23) al enemigo fundamental del hombre y de las sociedades participativas y decide no restituir a Marx la definición de una ideología ni la formulación de una contraideología peculiar. Tampoco estudiará Roszak los mecanismos de integración que hicieron de las vanguardias un rincón marginal de la actividad artística y que pronto convertirán a la contracultura en la “vanguardia de la cultura de masas”, ni dedicará a la vulgarización comercial, cuyas graves implicaciones habían sido fijadas por Adorno en su análisis de las industrias culturales, más que un par de líneas para definir una resistencia de los hechos que no merece mucha consideración. Desde tal cúmulo de lagunas en el conocimiento de las dinámicas sociales y de mercado en uno de los principales y acaso más fraudulentos teóricos de la contracultura americana, no es extraño que ésta estuviese condenada a reproducirlas.

La contracultura europea se afianza, por el contrario, sobre la tradición cultural revolucionaria, y cada vez más dirige sus ojos a París, donde se concentran las actividades del núcleo duro de la Internacional Situacionista. Aunque no podemos valorar a partir de los controvertidos textos la influencia exacta de este movimiento en la constitución de un rechazo a escala continental que encontraría en los sucesos de mayo del 68 su expresión más visible (como tampoco diríamos de Roszak que fue el desencadenante ni el teórico más afortunado de la contracultura americana, cuya mistificación mercantil sin embargo expresa), sí es cierto que se constituyeron en varios países y que fueron los que mejor supieron utilizar la propaganda mediática para sus propios intereses. Si la contracultura americana, en cuanto fenómeno visible, había quedado enteramente neutralizada en la contemplación fascinada del reflejo subvertido de sí misma que la pantalla mediática le ofrecía, la europea realizaba un uso subvertido de los medios que no les permitía imponerse a la verdad sin réplica del espectáculo mediático, pero sí resistirse a ella, acaparar la atención ocasionalmente mediante la generación de acontecimientos espectaculares o desviar su uso mediante prácticas como la apropiación (respuesta al uso mercantil de las industrias culturales) y el detournement (respuesta al componente político de la cultura). La formulación europea del rechazo adopta menos la forma de una “contracultura” que la de una “subversión” radical de la tradición cultural apropiada y, por tanto, realizada, y aspira con determinación a vincularse tanto a la propia tradición revolucionaria marxista, en la que se trataba sobre todo de sortear cismas y saber hacer hablar a los muertos, como a los movimientos utópicos encarnados por las vanguardias artísticas en su expresión más radical, donde de lo que se trataba era de aportar “un poco de eficacia”. Mientras la contracultura americana, en cuanto mistificación mercantil, se revelaba parte de un proyecto más amplio de deslegitimación del proyecto europeo y de generación de una mitología propia y exportable a partir del modo de vida americano, los movimientos europeos de negación buscaban acoplarse a la propia tradición revolucionaria que tenía en París su «capital psicogeográfica». Y cuando aquella se disolviese en un simulacro canalizado a través del mercado, estos lo harían en las propias tensiones internas generadas por el enfrentamiento con los discursos y las contradicciones derivadas de este enfrentamiento. Esta fijación en la tradición revolucionaria, y la necesidad compulsiva de granjearse las simpatías del mito, que empieza a ser visible en el propio enunciado (en sí mismo un detournement del «glorioso pasado») de una Internacional Situacionista, orientó el reconocimiento de sus influencias hacia pensadores de fuerte prestigio revolucionario y materialista. El disgusto frecuente de Guy Debord, líder del movimiento y su más brillante teorizador, con la componente «artística» del movimiento frente a aquella otra «teórica» y «política», se deja descifrar según esta misma fijación que le impedía ser plenamente consciente de la «revolución en la ideología» que estaban proponiendo, mientras los sumergía de lleno en la «ideología de la revolución», que es uno de los constituyentes de la conciencia burguesa desde 1789, y que encuentra en las obras de arte su ritualización profana.

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A pesar de que Debord era plenamente consciente de los cambios sociales y culturales que a partir de los cincuenta empieza a introducir el desarrollo tecnológico, y de que la estructura de la sociedad a la que se enfrenta es muy diferente de aquella que inspirase a Marx su descripción del «fetichismo de la mercancía» en el proceso productivo, no cree que los mecanismos de alienación hayan variado esencialmente ni que las categorías marxistas hayan dejado de ser aplicables. La sociedad del espectáculo, el libro más influyente del movimiento, que algunos llaman con ironía «el Talmud de la crítica radical», no pretende ser otra cosa que la adaptación de las tesis marxistas sobre la ideología a las nuevas condiciones sociales impuestas por el capitalismo tardío, donde el movimiento más visible ha sido que los procesos de masificación creciente en los que Benjamin había cifrado la nueva fisonomía de la modernidad en El París del segundo imperio en Baudelaire han alcanzado también el plano de la producción. Y así «mientras que en la fase primitiva de acumulación capitalista, "la economía política no ve en el proletario sino al obrero [Marx]" que debe recibir el mínimo indispensable para la conservación de su fuerza de trabajo, sin considerarle jamás "en su ocio, en su humanidad", esta posición de las ideas de la clase dominante se invierte tan pronto como el grado de abundancia alcanzado en la producción de mercancías exige una colaboración adicional del obrero. Este obrero repentinamente librado del desprecio total que le notifican con claridad todas las modalidades de organización y vigilancia de la producción, fuera de ésta se encuentra todos los días tratado aparentemente como una persona importante».(24) Debord sitúa en la imagen del obrero el cumplimiento de este proceso, pero en realidad ya no se trata del obrero ni de la ocupación del tiempo de trabajo, sino de subsunción del tiempo de ocio y de la vida entera bajo la abstracción del beneficio, la conversión de todo uso y expresión humanas en valor de cambio. Tal extensión del capitalismo corresponde a una fase performativa en que el sistema abstracto de producción separada ya no se sobrepone a la sociedad, sino que la subsume, e implica la conversión del tiempo de ocio en tiempo productivo. En este último aspecto juegan un papel fundamental las mercancías culturales y los medios de reproducción en general en cuanto extensión ¡limitada del consumo y en cuanto constituyentes ideológicos, y son ellos los que inspiran sin duda la hermética categoría de «espectáculo». En ningún momento llega a dar Debord una definición clara de este concepto intuitivo, cuyos modos de ocupación y de penetración son tan diversos y omnipresentes, así como sus funciones en el sostenimiento del orden, que impiden una demarcación clara de su alcance. Ya no se le puede representar en una imagen porque sería el propio curso común de las imágenes que se han autonomizado de «lo real». En el texto de Debord el espectáculo aparece indistintamente «como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como «instrumento de unificación» [#3], a la vez resultado y proyecto del modo de producción existente [#6], relación mediada entre personas [#4] y discurso autoelogioso del orden dominante [#24]. A pesar de sus esfuerzos por vincularse a una lectura materialista de la dialéctica, Debord se aleja del concretismo de la representación marxista de los procesos de alienación para poder acceder a la «forma pura» del juego, o mejor, a una intuición sin rostro. «Para definir el espectáculo, su formación, sus funciones y las fuerzas que tienden a su disolución, es preciso distinguir artificialmente elementos que son inseparables» [#11]. La «idea de espectáculo», tal y como aparece concebida por Debord, nos obliga a tomar en consideración la componente teológico de los discursos, pues «es la reconstrucción material de la ilusión religiosa» [#20].

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No sólo el protestantismo habría resultado determinante para el desarrollo del capitalismo, como ya señalara Weber: habría abierto el camino a una reinterpretación del cristianismo exenta de dogma. Y justamente en la cancelación del dogma adquiere el capitalismo, como religión puramente cultual, un poder determinante: «Dios "no está muerto", sino "insertado" en gravísima deformación "en el destino de los hombres", "inmerso" en la culpa de la historia universal. Y para eludir esto, la religión capitalista se organiza -el otro rasgo principal- como "una pura religión cultual, quizá la más exacerbada, que haya habido nunca.»(25) Con la eliminación del dogma acaba con el último residuo de sentido que aún se opone al avance incompasivo del progreso y a los usos exclusivos de dominio de la razón instrumental. La salvación ya no vendrá dada por el significado, sino por la acumulación lineal de remanente, cuya omnipresencia invisible y potencialidad transustanciadora no tiene límite. El dinero asimila los determinantes formales de los modos de pensar de la tradición, transforma el sentido en una abstracción matemática y pone a su servicio las estructuras del entender y del percibir. Pero el aspecto más «demoníaco» de la «religión capitalista» es que pretende la aniquilación y reducción de todas las cosas sin ofrecer una respuesta a los constantes sacrificios que le son imputados, de modo que la culpa crece indefinidamente en los diferentes niveles del individuo y del ser social hasta el estado de «desesperación total».

Aunque fue Lukács el primero en desarrollar la extensión de las dinámicas de abstracción y reificación de que es portadora la mercancía al orden social completo, en ningún lugar aparecen estos procesos mejor descritos y captados en su «origen» que en los paseos benjaminianos con Baudelaire entre las multitudes del París del Segundo Imperio. Aunque el espectáculo, en su formulación mediática postmoderna, no se constituye en figura social dominante y motivo para la reflexión hasta la segunda mitad del siglo que se acaba, Benjamin muestra su origen en los pasajes comerciales de París, antesala de las modernas galerías comerciales, en los que las mercancías se exponen obscenamente a la mirada del consumidor masivo suscitando su deseo. El mismo efecto que consigue la droga en sus adictos «consigue a su vez la mercancía en la multitud a la que embriaga y que la rodea de murmullos».(26) Y en esto se deja leer más tarde por Debord como «guerra del opio permanente».

Benjamin define una interpretación materialista de la alienación del explotador que, aunque intuida, no aparece desarrollada por Marx, pero que estaba destinada a desplazar el eje del paradigma para el capitalismo avanzado. Y con ello desplaza también el peso del análisis desde los procesos de producción a los de re-producción, desde los mecanismos de composición de los objetos culturales a los de su recepción. La realidad que procesan los receptores de bienes de consumo cultural ya no es materia prima (en ello se funda la posibilidad de que haya «ideología»), ni lo que puedan hacer con ella volverá a ser suyo jamás (pues la ideología es «real»).

En «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» Benjamin traza las nuevas condiciones en que se desenvuelven los procesos de creación artística y percepción estética en el siglo XX.(27) No se comete extrapolación alguna al trasladar sus resultados al ámbito de lo social, ya que el propio Benjamín concibió su crítica para ello, e incluso puede decirse, en esta obra en concreto, que la motivación sociocrítica instrumentaliza el análisis estético, toda vez que el interés de Benjamín por la obra de arte reside en su poder para reflejar y concentrar en una mónada el orden social completo. Tanto el acto de producción artística como el de reproducción que implica toda percepción del mismo expresan las circunstancias socioeconómicas en que se desenvuelven.

Con la entrada en la modernidad y la aplicación de las nuevas tecnologías a la producción de imágenes y signos de cultura la estructura de la experiencia tradicional entra en crisis. Las nuevas tecnologías inciden en la obra de arte aportando herramientas y medios de producción que permiten la apropiación instantánea de imágenes y la emergencia de nuevos géneros de producción estética, pero es sobre todo el fenómeno de la reproductibilidad el que forzará a la obra de arte a una redefinición de sus objetivos y de su función social. En la unicidad y en la inaccesibilidad material cifraba la obra su contenido aurático, que en la repetición y en la difusión mercantil terminará por disolverse. Benjamin acoge en su reflexión tanto los aspectos positivos como los negativos de este desarrollo. La desaparición del aura es condición necesaria para la superación de un arte que la ha heredado de las viejas tradiciones de sentido, y ello en la medida en que es la expresión y el foso de protección de los valores de la clase dominante. La ideología moderna plantea la oportunidad histórica para que esta distancia estética, que tiene su paralelo en la distancia social generada por el orden de dominio, quede superada. El discurso absoluto y monoteísta pierde prestigio y se produce de este modo la liberación de lo reprimido, el acceso de «lo otro» al ámbito de lo significante. Sin embargo, al liberar al arte de las estructuras de dominio lo arranca también de las estructuras de sentido, de modo que la autonomía de lo estético puede derivar bien en su disolución, como en la ruta emprendida (y consumada, a la vez) por el dadaísmo, o en su banalización, por vía de un relativismo que pone todo fenómeno cultural al nivel de su «relatividad cuantitativa» respecto de otros fenómenos con los que comparte el mismo «valor de cambio», tal sería el resultado del uso realizado por las manifestaciones pop de esta autonomía, expresando de este modo las dos fronteras políticas que se oponen al proyecto emancipador: la «solución final» y el «fetichismo de la mercancía».

Según Benjamin, «[...] la superación de los instrumentos técnicos, de los ritmos, de las fuentes de energía y afines, no encontrando en nuestra vida privada un provecho adecuado y exhaustivo, no obstante fuerzan su justificación. Y se justifican renunciando a una interacción armónica, en la guerra que al devastar demuestra que la realidad social no estaba madura para integrar a la técnica como órgano; que la técnica no era lo suficientemente poderosa para someter a las fuerzas sociales elementales».(28) La capacidad de los nuevos medios de producción y reproducción de signos estético-expresivos, los nuevos géneros que posibilitan un deleite colectivo, la posibilidad de producir un arte para las masas y el impacto psicológico de las imágenes producidas tecnológicamente nos fuerzan a considerar que, al no hallar sustento significativo en la experiencia, no obstante se justifiquen a sí mismas renunciando a los objetivos primeros de liberación y produciendo «valores rituales». Inercia fatídica que en unos sistemas producirá la transustanciación del sentido en mercancía y el potencial emancipatorio en liberalización de la economía y en otros subvertirá la inicial tendencia a politizar la estética en una inquietante «estetización de la política» como la proclamada por el futurismo. Aquí se trataría no de una politización del arte, sino de una peligrosa artificación de la política. No se trataría ya de la muerte del arte, sino del arte de la muerte. «La humanidad, que antaño era Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Éste es el esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte.»(29) Ambos modos de dominación-alienación a través de los códigos culturales han sido practicados por el poder en nuestro siglo en la construcción del nuevo modelo de control que Debord categorizó como «sociedad del espectáculo». La codificación del gusto en modelos uniformes se correspondería con la ilusión de libertad que promueve lo «espectacular difuso», modo de organización y regimentación de la conciencia de las sociedades mercantilistas. La estetización del marco político correspondería a lo «espectacular concentrado», propio de los regímenes autoritarios. Ambos modelos confluyen en el presente en lo «espectacular integrado», donde se produce la fusión de las instancias económica y política en la puesta en escena de un flujo circular de información que mantiene la ilusión de cambio vertiginoso: «El sentido final de lo espectacular integrado es que se ha incorporado a la realidad a la vez que hablaba de ella; y que la reconstruye como la habla. Así pues, esa realidad no se mantiene ahora enfrente suyo como algo ajeno. El espectáculo se ha mezclado con la realidad irradiándola.»(30)

Las nuevas tecnologías han seguido, mientras tanto, ampliando e intensificando su influencia, aportando nuevos medios de producción, reproducción y fascinación colectiva. La publicidad ha invadido nuestras vidas hasta convertirse en paisaje, erigiéndose en el ámbito preferente del discurso espectacular, desintegrando la promesa de redención en un flujo constante e invertebrado de «anuncios». La integración de las tecnologías informáticas en la vida cotidiana multiplica exponencialmente las consecuencias de un debate que, en mi opinión, continúa irresuelto. El poder ha encontrado en la reproducción, manipulación y configuración tecnológica del signo un modo de representarse indefinidamente a sí mismo, tanto más peligroso que la opresión física cuanto que se instaura y consolida en los supuestos cognitivos de la gente. Sin embargo, el descubrimiento de la posibilidad de acción sobre los marcos cognitivos en que se desarrolla la identidad social y la posibilidad de intervención crítica sobre ellos abre también nuevos ámbitos de resistencia. Y si bien es cierto que la reproductibilidad es condición del capitalismo y que no hay modo de producción capitalista sin pautas de consumo estandarizado, hay que preguntarse todavía si existen formulaciones y estructuras de intercambio simbólico que, siendo posibles a partir de las nuevas condiciones tecnológicas, no estén mediatizadas por la dinámica del mercado ni la política de las subvenciones. Tales estructuras serían la manifestación de una apropiación de los recursos tecnológicos para el ejercicio de lo propiamente humano y señalarían el camino para la construcción de realidades alternativas que coexistieran, si no la enfrentaran, con la versión oficial del mundo. Si ello no permitiera abrigar ninguna esperanza de revolución, al menos establecería marcos nuevos para la deriva de los lenguajes. Ya que, como supieron empezar a reconocer los situacionistas, «las palabras "trabajan a cargo de la organización dominante de la vida. Y sin embargo, no son robotizadas; para desgracia de todos los teóricos de la información, las palabras no son en sí mismas "informacionistas": en ellas se manifiestan fuerzas capaces de desbaratar los cálculos», por lo que «el problema del lenguaje se halla en el centro de todas las luchas por la abolición o el mantenimiento de la alienación presente».(31)


NOTAS


1. HUELSENBECK, RICHARD (1918): Primera charla dadá en Alemania, citado en MARCHÁN FIZ, SIMÓN (1992): «El punto de indiferencia y la percepción de todas las relaciones», en Almanaque dadá, Tecnos, Madrid, 1992.

2. En esto muestran ambos términos ser específicamente modernos, reproduciendo y expresando a la modernidad misma en su estructura, alentando el culto por lo «nuevo» y constituyendo la escena y la justificación de las modas.

3. ADORNO, THEODOR W (1970): «Sobre Walter Benjamin», en Prismas, Ariel, Barcelona, 1973. ARENDT, H. «Walter Benjamin», 1955, en Walter Benjamin, Bertold Brecht, Hermann Broch, Rosa Luxemburgo, Anagrama, Barcelona, 1971.

4. Como mostró la doctora ANA LUCAS en la misma mesa y en su libro El trasfondo barroco de lo moderno, UNED, Madrid, 1992.

5. «Benjamin rescata de Leibniz para su teoría esta nueva noción de semejanza entre el pensamiento y el ser. Utiliza para su filosofía el mismo esquema "resonante" de la mundología leibniziana. Ésta le permite establecer un puente de unión con las correspondencias baudelairianas.» LUCAS, ANA(1992): Op. cit., pp. 73-74. «La comunicación de las cosas es además de una comunidad tal que concibe el mundo como totalidad individida.» BENJAMIN, WAITER (1916): «Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos», en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV Taurus, Madrid, 1991.

6. BENJAMIN, WALTER (1913): «Experiencia», en La metafísica de la juventud, traducción de Luis Martínez de Velasco, Paidós, Barcelona, 1993, p. 94.

7. «La experiencia carece de sentido y de espíritu sólo para aquellos que carecen de antemano tanto del uno como del otro. Sin duda la experiencia resultará dolorosa para quien busca en ella, pero difícilmente le dejará sin esperanza», ÍDEM, P. 95.

8. Todos estos escritos, seleccionados por ANA LUCAS, se incluyen en el libro La metafisica de la juventud (Paidós, Barcelona, 1993), de cuya introducción, escrita por Ana Lucas, hemos extraído los datos e ideas que ilustran este apartado. Ana Lucas muestra en este libro que no existe ruptura ni discontinuidad entre los primeros escritos de Benjamin y su etapa madura, sino que aquellos prefiguran ésta y contienen elementos que más tarde desarrollará con mayor amplitud y precisión. Lo que aquí suponemos efectivamente es que esta etapa de juventud no sólo prefigura el campo de problemas a que se enfrentará en su madurez intelectual, sino que además orienta muchas de las soluciones que después fuera a darles.

9. «La reforma escolar: un movimiento cultural», IBÍDEM, P. 52.

10. Que han sido fijadas de modo correcto por HABERMAS (1972): «Crítica conscienciadora o crítica salvadora», en Perfiles filosófico-políticos, Taurus, Madrid, 1986.

11. «La escuela es la institución encargada de conservar para la humanidad el patrimonio de lo logrado por ella, ofreciéndolo continuamente a las nuevas generaciones. [...] La cultura del futuro es la única meta de la escuela y por eso ha de guardar silencio ante el futuro presente germinalmente en la juventud que le sale al encuentro.» BENJAMIN, WALTER (1912): «La reforma escolar: un movimiento cultural», en op. cit., pp. 51-52,

12. «Benjamin no quiere ver los documentos de la cultura, que también son siempre documentos de la barbarie, desde el punto de vista histórico de una acumulación de bienes culturales, sino desde el punto de vista crítico, como dice con tanta insistencia, de la desintegración de la cultura "en bienes que puedan convertirse en objeto de posesión para la humanidad". De lo que Benjamin no habla es de una "superación de la cultura", en HABERMAS, JÜNGER (1972): «Crítica conscienciadora o crítica salvadora», en Perfiles filosófico-políticos, Taurus, Madrid, 1986.

13. MARX (1859): «Prólogo a la Crítica de la Economía Política.»

14. LUCAS, ANA (1993): «Introducción» a La metafísica de la juventud, p. 9.

15. «Las luchas juveniles son juicios de Dios, luchas en las que la juventud se prepara tanto para la victoria como para la derrota, pues aquí lo importante es la revelación de la figura de lo sagrado desde el combate.» BENJAMIN, WALTER (1914): «La posición religiosa de la nueva juventud», ÍDEM.

16. BENJAMIN, WALTER (1929): "Una imagen de Proust".

17. El grupo parafascista Bases Autónomas lanzaba bajo este eslogan, con el giro estratégico que le proporcionó gran fragor mediático, una campaña abiertamente hostil a las generaciones pasadas, al mundo de sus mayores, a las vidas «sociales» y cómodas, en la que proponían, entre otros puntos de su programa utópico, la creación de un frente de la juventud único que agrupe a los comprendidos entre los dieciséis y los cuarenta años para que señale el rumbo de la nación (panfleto ¡Poderjoven!, octubre de 1993).

18. «[...] En 1915 Wyneken publica su libro La guerra y la juventud, en el cual manifiesta su adhesión a la contienda, alentando a los jóvenes a secundarla. El rechazo de Benjamín no se hace esperar y supone la ruptura total entre discípulo y maestro », en LUCAS, ANA (1993): Op. cit., p. 23.

19. Citado por MARCUS, GREIL (1989): Rastros de carmín: una historia secreta del siglo xx, Anagrama, Barcelona,1993, p. 291.


20. ROSZAK, THEODORE (1968): El nacimiento de una contracultura, Kairós, Barcelona, 1970, p. 16, traducción de Ángel Abad.

21. ÍDEM, P. 57.

22. ÍDEM, p. 18.

23. IBÍDEM, p. 19.

24. DEBORD, Guy (1967): La sociedad del espectáculo, Castellote Editores, Madrid, 1976, traducción de Fernado Casado, tesis 43.


25. «Capitalismo y religión», suplemento
Temas de Nuestra Época, n. 149, en El País, 20 de septiembre de 1990.

26. BENJAMIN, WALTER. «El París del Segundo Imperio en Baudelaire», en Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Taurus, Madrid, 1991, p. 72, traducción de Jesús Aguirre.

27. BENJAMIN, WALTER. «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», en Discursos interrumpidos II, Taurus, Madrid, 1990.


28. BENJAMIN, WALTER (1930): «Teorías sobre el fascismo alemán», en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Taurus, Madrid, 1991, p. 47, traducción de Roberto Blatt Weinstein.

29. BENJAMIN, WALTER (1930): IBÍDEM, p. 57.

30. DEBORD, Guy (1988): Comentarios a la sociedad del espectáculo, Anagrama, Barcelona, 1990, p. 18.


31. I.S. (1963): «All the King's Men», en Textos situacionistas. Crítica de la vida cotidiana, Anagrama, Barcelona, 1973, p. 89, traducción de Eduardo Subirats.

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